Un
olor a hierba húmeda
inundaba
este cuarto
mientras
un árbol con cuerpo de cristal
con
flores blancas, aterciopeladas, brillantes
apareció
iluminando mi rostro.
Parecía
nacer bajo mi cama
y elevarse en forma de espiral
hacia
lo infinito del universo
que
en ese momento
formaba
parte de mi habitación.
En
segundos comencé a flotar
con
plena conciencia y autonomía,
a dónde
debería dirigirme, sino al final
del espiral de este árbol cristalino
de
flores blancas, aterciopeladas, brillantes.
A
mí alrededor todo se ramificaba
en
una red perfectamente diseñada
donde
las estrellas se asían colgadas
cual
luces en un árbol navideño;
una
escena fascinante, irrisoria.
Por
suerte que podía sonreír
imaginando
esa Noche Buena
cerrando
mis ojos, flotando, pensando
en
la mesa servida, los regalos, las miradas
y
el encuentro divino, milenario, familiar.
Será
que en los peores momentos
o
en momentos extraordinarios…
morir
de miedo o liberarme a los impulsos
continuar
hasta el final, sobreviviendo,
en
ese recuerdo vívido del brindis.
Poco
a poco fui desentrañando mis días
mi
vida, abierta en un libro cósmico
de
redes entretejidas y sensaciones ancladas
ramas
que llegaban hasta mis sinapsis
reflejando
el movimiento en cada estrella.
Mis
palabras, las sensaciones, los olores
cada
estímulo al alcance de mis dedos
un
revolución al interior de cada célula
exportando
la información a mi cerebro
y
de nuevo a mí, aquí, replicándose.
Me
encontré rodeado por mí, millones
multiplicándose
al infinito, sintiendo
en
mi cuerpo su respuesta al verme
agonizando
por el asombro de mi yo
a la enésima potencia desmintiéndome.
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